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Santiago

Cuando se me propuso presentar un trabajo sobre mi experiencia, no vacilé en aceptar. A lo largo de estos años, muchas veces sentí la necesidad de escribir, y lo hice.

 Sentía que me desahogaba en el papel, veía como en un espejo lo que ocurría en mi interior y hacerlo me ayudaba. Entonces fui directamente a mis apuntes, cargados de dolor y melancolía, y los revisé: todo giraba sobre la misma problemática, mis sentimientos. Y ahí me di cuenta, después de aceptar, que no podría encarar el tema con tanta facilidad. Cada vez que me sentaba a trabajar recordaba algo urgente por hacer, no me podía concentrar, o lo que escribía no servía; es decir, me defendía, me negaba, me costaba muchísimo admitir una vez más la realidad, la debilidad, el exponerme, aunque la cara la daba Santiago.

Comencé a resumir nuestra historia: Santiago, nuestro primer hijo. También allí encontré escollos. Los sentimientos que creí sepultados. Tuve pesadillas, dolor en el brazo derecho, en fin, más síntomas de que me hacía falta un golpe de voluntad y de responsabilidad frente al compromiso asumido. Desde la humildad y no desde la omnipotencia, desde el dolor y la melancolía, desde ese lugar en que llevamos los sentimientos desordenados, desde allí es que escribo.

Santiago, 22 de marzo, 6:30 AM, 3,250 kgs. Parto normal.

Después de doce años, en esas noches de repaso, volví a notar la sensación de tener en mis brazos a mi bebé, a mi primer hijo; son momentos de revisión frente a una nueva etapa, la de Santiago casi en las puertas de la adolescencia. Y fui recordando, paso a paso, todo el camino de nuestro crecimiento.

Crecimos juntos, ya que cuando nació Santiago, los padres teníamos 19 y 24 años.

Detrás de estos pocos años, mi vida de adolescente sobreprotegida por el tipo de educación que había recibido y mi lugar dentro de la familia. Con toda la ilusión y la inconsciencia propia de la edad, esperamos nuestro hijo, con mucha felicidad, con entusiasmo, con muy buena salud y siguiendo las instrucciones para estar despierta y verlo nacer. 

Y así fue, una madrugada, de la mano de mi marido, tuve a Santiago. Todo fue natural: lloró enseguida, pesaba y comía lo que debía, a las pocas semanas sonreía. Todo se desarrollaba normalmente, nada parecía perturbar ni hacía pensar en un futuro complicado.

Puntualmente, le dimos las vacunas triple y Sabin, y a pesar de ello Santiago sufrió una fuerte tos convulsa, con fiebre y vómitos, durante un periodo bastante largo. Luego su evolución seguía normalmente: sentarse, pararse, agarrar, balbucear, etc.

A los 10 meses recibió la vacuna antivariólica, y a los pocos días, sufrió una fuerte reacción alérgica con las consiguientes molestias: estaba muy irritado, lloraba mucho, no dormía bien, le molestaba la luz y se llenó de ronchas de los pies a la cabeza.

Durante un tiempo parecía sumamente cansado, dejó de balbucear, toda la evolución parecía ser mucho más lenta pero no estaba detenida: sólo los estímulos bruscos lo hacían sonreír o atender. Su motricidad se vio alterada, era torpe, se caía y caminó después del año y medio. También sus juegos eran diferentes, no le interesaban los juguetes o, mejor dicho, no los usaba como los demás niños. Una serie de síntomas, pues, nos indico la necesidad de empezar a consultar.

La primera consulta

Un par de meses de espera y la primera consulta con el neurólogo.

Resumiendo, sentí que fue una enfermedad generada a partir de una medicación, muy confusa en sus primeros síntomas, sin diagnóstico exacto y, lo que fue más duro, sin pronóstico.

Entonces comenzó nuestro peregrinar. Desconcertados, tuvimos los primeros contactos con el mundo desconocido de la neuronas y las palabras incomprensibles. Pasar luego a integrar el fichero, cuestionarios, que más tarde llenaríamos de memoria: embarazo, parto, primeros meses, tos?, reacción alérgica post vacunas?, secuelas?, a partir de las primera entrevista iniciamos un itinerario de varios consultorios para radiografías, análisis, estudios fonoaudiológicos, EEG, metabólicos, etc.

Ninguno parecía justificar con los resultados las esperas, los esfuerzos para que se quedara quieto, que no durmiera, que si durmiera; para poder obtener el EEG tuvimos que concurrir tres veces al consultorio; hubo que medicarlo y tenerlo una noche sin dormir, aunque desfalleciera de sueño. Todos esos momentos fueron vividos con poca información, mucha angustia y constituyeron el punto de partida de mi sentimiento excesivo de sobreprotección.

Ya no era Santiago, mi hijo, sino éramos un dúo enfermo.

Santiago, junto a sus compañeros de ASANA, participando de las actividades que lo ayudan a tener una mejor calidad de vida.

Los primeros trabajos

Empezamos entonces a trabajar; solo teníamos como referencia sus dificultades, su poca comunicación, su caminar desordenado, su comportamiento diferente, sus llantos desconsolados.

Primero, entre los dos y tres años, hicimos una reeducación individual, tres veces por semana y complementada en casa. A partir de los tres años nos incorporamos a la institución donde logramos reunir una reeducación integral en todos los niveles: social, psicoterapéutica, pedagógica, etc. y donde sentimos como familia un gran apoyo y comprensión.

A medida que fuimos creciendo, cambiando- en ese momento éramos tres, más tarde se sumarían dos hermanos- conocimos otros caminos. Santiago y yo necesitábamos una terapia vincular para poder ser cada uno, lo que nos llevó más de dos años. Aprendí a  ser su mamá, a diferenciarnos, y no a ser parte suya. Fue como volver atrás en el tiempo y recomenzar. Tome una actitud diferente: en vez de alzarlo, lo hice caminar de la mano; en vez de darle de comer, le enseñe a comer solo. También comencé a ponerle límites, pero ¡qué difícil!. Si él lloraba al irse a dormir, yo le daba la mano y su llanto cesaba de inmediato; era casi cruel no hacerlo, ¡pero aprendimos!, y fueron sus primeros avances los que nos alentaron, haciendo más tentadoras las propuestas siguientes.

Luego de la terapia vincular, pasó a una terapia solo. Allí se trabajó mucho sobre las separaciones bastante frecuentes de mi marido por razones de trabajo.

La musicoterapia

Cualquier cambio en la casa, y sobre todo la ausencia de alguno de nosotros, tenía consecuencias muy notables en su comportamiento: regresiones temporarias, caprichos y conductas autoagresivas y de aislamiento, gritos muy agudos.

Nuevamente hubo que hacer cambio de estrategias: menos viajes y la integración familiar en un tratamiento de musicoterapia. Y con esta, la expresión más clara de la búsqueda de Santiago a su papa, de la angustiada estimulación mía.

No se cuando comenzó el lenguaje(hasta entonces sólo mamà, papà y agua) y el diálogo más fluido integrando el cuerpo, el gesto, el movimiento, sonidos y palabras, la mágica palabra. Estas primero fueron tres, luego seis y hubo que empezar a repetir, a imitar, a cantar para obtener resultados de tanto esfuerzo, de tanto almacenar, siempre el apoyo constante de la institución y sus terapeutas y nuestra integración como papás enfermos.

Otra actitud, y aquí diría yo, también termina una etapa, que hoy recuerdo como la de la búsqueda, la de peregrinar, la del desconocimiento, la más angustiosa espera de lo mágico, quizás, el primer salto a la madurez. Otra actitud. Metas a corto plazo, mejor aceptación de la frustración y, con ello, la posibilidad de disfrutar el presente con el sentimiento de culpa más controlado. Santiago y nosotros también aceptamos nuestras propias limitaciones, descubrimos, al aflojar la tensión, que, como todo ser humano, Santiago tiene su propio carácter, su personalidad, sus gustos bien definidos, sus simpatías y preferencias hacia determinadas personas, comienza elegir y a exigir. Ya no se puede hacerlo por él- podemos si, corregirlo, mostrarle, educarlo socialmente, entrenarlo- pero sus contactos con la naturaleza y la música proviene de su interior lo mismo que su entusiasmo y empeño por mejorar, por colaborar en pequeñas tareas en la casa, por sentirse útil y agradar. Busca en sus hermanos y primos modelos de juegos y de comportamiento y los adapta a su condición. Aprende, también a cuidarse, a moverse con cautela y seguridad, a compartir, a esperar. Y tiene, como todos, regresiones, momentos de angustia. Con ellos evidencia su capacidad de sufrir y ser feliz, que lo es, advirtiéndose por sus risas, por sus expresiones, por sus abrazos fuertes y por ese “chau, mamá” que dice tan pleno y seguro.

En mi caso, el tener más hijos ha sido enriquecedor. Como persona, me ha demostrado otra dimensión de la vida. Muchas veces, y frente a diversas situaciones, he sentido que mi influencia hacia Santiago no es todo lo positiva que debiera ser o que uno cree que debe ser. Siempre me pesó la idea de que por mi modalidad, su conducta fuera condicionada; que mis estados de ánimo y mis propias dificultades para relacionarme con el mundo hicieran un Santiago más rebelde y dependiente. Todo eso me hizo sentir culpable y con demasiadas responsabilidades para educarlo. Y me fue llevando a creer que realmente era una persona incapaz de educar a nadie. El tener a Cristián y a Mercedes me ofreció la posibilidad de saber que sí, que era capaz y solo hacía  falta reencontrar la seguridad en mi misma.

Los Hermanos

Esperamos y tuvimos a Cristiàn y a Mercedes. Desde muy pequeños me han preguntado “por qué Santi no era como los demás, qué había tenido, por qué se había enfermado y cuándo se iba a curar”. También les desconcertaba el ver que crecía físicamente y su comportamiento era bastante más inmaduro que el de ellos y muchas veces, incomprensible.

Tienen hacia Santiago una actitud muy protectora y cariñosa, comparten y disfrutan los adelantos con nosotros y los viven como una esperanza. Saben, desde muy chicos, que la vida no es fácil. Pero también saben que se puede ser feliz conviviendo con las dificultades.

Muchas veces tratamos de compensar nuestra exigencia, nuestro apoyarnos en ellos, nuestro exigirles ser más gratificantes y generosos y, en ocasiones, lo hacemos como alguna forma de malcrianza. Durante un tiempo, yo les pedía que cuidasen a su hermanos, o exigía cosas que estaban de acuerdo a su edad. Les fomentaba actitudes de chicos más maduros y responsables para compensar mis sentimientos de frustración. 

Con los tres aprendí a crecer. Con Santiago aprendí a valorar. A ejercitar la voluntad y la paciencia, y siento que debo ejercitarla todos los días, aún más cuando bajo los brazos diciendo: ¡no puedo más! Enfrento una permanente búsqueda de equilibrio entre el amor y el odio, el sosiego y el desasosiego, la esperanza y la desesperanza.

El verdadero milagro

“No esperar milagros”. Lo escuché mucho y me provocó una gran rebeldía. Busco todos los días el milagro de sentirme fuerte y valiente. Y lo veo a menudo en actitudes positivas de muchos padres que luchan como yo por ser y hacer felices a los que los rodean, aún con el trabajo por delante. Ese milagro es no estar atormentado por el dolor, sino seguir teniendo ganas de construir y seguir renovando las esperanzas. Conoces el desconcierto, la ignorancia, el desasosiego de las primeras consultas, la impaciencia frente a la falta de un diagnóstico, el desconsuelo, el miedo, la rebeldía frente a una espera en un consultorio con un niño con la boca llena de caramelos para que no llore. Me es doloroso recordar, pero necesario para afrontar nuevas etapas. Ahora, su pubertad. En ese equilibrio, en ese afán de seguir en pie, encuentro que camino, que crezco, que doy lo mejor de mi. El alguna entrevista oí: “Señora, no espere de su hijo lo que no le va a poder dar nunca”. En ese momento, pensé ¿Qué será dar?, y ahora me pregunto ¿Qué es nunca?.

Redactado por Mercedes Braun, mamá de Santiago residente de ASANA, en marzo de 1981, para la Revista de ASANA Nº1 , año 1981.

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